Un cuento de Michael Ende, del libro El espejo en el espejo
El
hijo se había soñado alas bajo la experta dirección de su padre y
maestro. Durante muchos años las había creado, pluma por pluma, músculo
por músculo y huesecillo por huesecillo en largas horas de trabajo, de
sueño, hasta que tomaron forma. Las había dejado crecer de sus omóplatos
en la posición correcta (era especialmente difícil percibir con toda
exactitud la propia espalda en sueños), y había aprendido poco a poco a
moverlas adecuadamente. Había sido una dura prueba para su paciencia
seguir practicando, hasta que tras interminables y vanos intentos fue
por primera vez capaz de elevarse al aire por unos instantes. Pero luego
cobró confianza en su obra, gracias a la benevolencia y severidad
inquebrantables con que le guiaba su padre. Con el tiempo se había
acostumbrado tan por completo a sus alas que las sentía como parte de su
cuerpo, tanto que experimentaba en ellas dolor o bienestar. Al final
había tenido que borrar de su memoria los años en que había estado sin
ellas. Ahora era como si hubiese nacido con alas, como con sus ojos o
manos. Estaba preparado.
No
estaba en absoluto prohibido abandonar la ciudad-laberinto. Al
contrario, quien lo lograba era mirado como un héroe, un bienaventurado y
su leyenda era contada durante mucho tiempo. Pero eso sólo les estaba
reservado a los dichosos. Las leyes a que estaban sometidos todos los
habitantes del laberinto eran paradójicas, pero inmutables. Una de las
más importantes decía: sólo quien abandona el laberinto puede ser
dichoso, pero sólo quien es dichoso puede escapar de él.
Pero los dichosos eran raros en los milenios.
El
que estaba dispuesto a intentarlo, tenía que someterse antes a una
prueba. Si no la superaba, no era castigado él, sino su maestro, y el
castigo era duro y cruel.
El
rostro de su padre había estado muy serio cuando le dijo: "Esta clase
de alas únicamente sostiene al que es ligero. Pero sólo hace ligero la
felicidad." Después había escudriñado largamente a su hijo y preguntado
por fin:
-¿Eres feliz?
-Sí, padre, soy feliz -había sido su respuesta.
¡Oh,
si de eso se trataba, no había peligro alguno! Era tan feliz que creía
poder volar incluso sin alas, pues amaba. Amaba con todo el fervor de su
joven corazón, amaba sin reservas y sin la sombra de una duda. Y sabía
que su amor era correspondido de la misma manera incondicional. Sabía
que la amada le esperaba, que al final del día, tras superar la prueba,
iría a su habitación azul celeste. Entonces ella se echaría en sus
brazos ligera como un rayo de luna y en ese abrazo infinito se elevarían
sobre la ciudad, dejando atrás sus muros como un juguete arrinconado,
volarían sobre otras ciudades, sobre bosques y desiertos, montañas y
mares, lejos y más lejos, hasta los confines del mundo.
No
llevaba sobre el cuerpo más que una red de pescador que arrastraba como
una larga cola por las calles y callejas, los pasillos y habitaciones.
Así lo quería el ceremonial en aquella última prueba decisiva. Estaba
seguro de que la superaría, aunque no la conocía. Sólo sabía que siempre
se adecuaba por completo a la personalidad del candidato. De esta
manera ninguna prueba se parecía jamás a la de otro. Podía decirse que
la prueba consistía precisamente en adivinar a través del
autoconocimiento en qué consistía aquélla. El único mandamiento severo
al que podía atenerse decía que bajo ningún concepto debía entrar
durante la duración de la prueba, es decir, antes de la puesta del sol,
en la habitación azul celeste de la amada. En caso contrario quedaría
inmediatamente excluido de todo lo demás.
Sonrió
al pensar en la severidad casi furiosa con que su respetado y bondadoso
padre le había comunicado este mandamiento. No sentía la más mínima
tentación de quebrantarlo. Ahí no había peligro alguno para él, en ese
aspecto estaba tranquilo. En el fondo nunca había entendido bien todas
aquellas historias en las que un mandamiento semejante hacía que alguien
se sintiese precisamente impulsado a vulnerarlo. En su marcha por las
desconcertantes calles y edificaciones de la ciudad-laberinto había
pasado ya varias veces ante la construcción en forma de torre en cuyo
piso más alto, cerca del tejado, vivía la amada, y dos veces incluso
ante su puerta, sobre la que figuraba el número 401. Y él había pasado
de largo, sin detenerse. Pero eso no podía ser la verdadera prueba.
Habría sido demasiado sencilla, excesivamente sencilla.
A
todas partes donde llegaba se encontraba con desdichados que le miraban
o seguían con ojos admirados, nostálgicos o llenos de envidia. Conocía a
muchos de ellos de antes, aunque tales encuentros no podían producirse
nunca intencionadamente. En la ciudad-laberinto, la situación y
disposición de las casas y calles cambiaba ininterrumpidamente, por eso
era imposible darse cita en ella. Cada encuentro sucedía casual o
fatalmente, según como se quisiera entender.
Una
vez el hijo sintió que la red que arrastraba quedaba prendida y volvió
sobre sus pasos. Bajo el arco de una puerta vio sentado a un mendigo
cojo que enganchaba una de sus muletas en las mallas de la red.
-¿Qué haces? -le preguntó.
-¡Ten
piedad! -contestó el mendigo con voz ronca-. A ti no te pesará, pero a
mí me aliviará mucho. Tú eres un hombre dichoso y escaparás del
laberinto. Pero yo permaneceré aquí para siempre, porque nunca seré
feliz. Por eso te pido que te lleves una pequeña parte al menos de mi
desdicha. Así participaré un poco en tu evasión. Eso me daría consuelo.
Los dichosos raramente son duros de corazón, tienden a la compasión y dejan participar a otros de su abundancia.
-Está bien -dijo el hijo-, me alegra poder hacerte un favor con tan poco.
Ya en la siguiente esquina se encontró con una madre angustiada, vestida con harapos, acompañada de tres niños hambrientos.
-Supongo que no nos negarás a nosotros -dijo llena de odio- lo que concediste a aquél.
Y prendió una pequeña cruz sepulcral de hierro en la red.
A
partir de ese momento la red se hizo cada vez más pesada. Había un
sinnúmero de desdichados en la ciudad-laberinto y todos los que se
encontraban con el hijo prendían cualquier cosa en la red: un zapato,
una prenda de vestir o una estufa de hierro, un rosario o un animal
muerto, una herramienta o hasta una puerta.
Caía
la tarde y se aproximaba el final de la prueba. El hijo avanzaba
penosamente paso a paso, inclinado hacia adelante como si luchase contra
una gran tempestad inaudible. Su rostro estaba cubierto de sudor, pero
todavía lleno de esperanza, pues creía haber comprendido en qué
consistía su misión y se sentía, a pesar de todo, con las suficientes
fuerzas para llevarla a cabo.
Entonces
anocheció y seguía sin venir nadie para decirle que ya bastaba. Sin
saber cómo había llegado con la interminable carga, que arrastraba, a la
terraza de aquella casa como una torre en la que estaba la habitación
azul celeste de su amada. Nunca se había percatado de que desde allí se
divisaba una playa, aunque tal vez ésta no había estado nunca en aquel
lugar. Profundamente preocupado, el hijo se dio cuenta de que el sol
descendía detrás del horizonte brumoso.
En
la playa había cuatro hombres alados como él y, aunque no podía ver al
que hablaba, oyó claramente como eran absueltos. Preguntó a gritos si le
habían olvidado, pero nadie le prestó atención. Tiró con manos
temblorosas de la red, pero no logró quitársela de encima. Gritó una y
otra vez, llamó a su padre para que viniese a ayudarle inclinándose todo
lo que podía sobre la barandilla.
En
la última luz del crepúsculo vio cómo allí abajo su amada, envuelta en
velos negros, salía conducida por la puerta. Luego apareció, tirado por
dos caballos negros, un coche negro cuyo techo era un gran retrato, el
rostro lleno de dolor y desesperación de su padre. La amada subió al
coche y éste se alejó hasta que desapareció en la oscuridad.
En
ese instante el hijo comprendió que su misión había sido ser
desobediente y que no había superado la prueba. Sintió cómo sus alas
creadas en sueños se marchitaban y caían como hojas otoñales, y supo que
nunca volvería a volar, que nunca podría ser otra vez feliz y que,
mientras durase su vida, permanecería en el laberinto. Pues ahora
formaba parte de él.